¿Que significa ser revolucionario en la Cuba de hoy? (Dossier completo)


Debates y participación ciudadana: los cimientos de la nación se mueven

Alejandro Ulloa García

Desde hace décadas, incluso siglos, La Habana se erige como el centro fundamental de la producción ideológica cubana.
Con los cambios económicos, políticos y sociales que hoy promueve el presidente Raúl Castro, “el debate” ha sido una de las consignas y, también, una de las mejores ganancias que ha conseguido su gobierno, al punto de que muchos cubanos sientan que “esto no vuelve a atrás”, refiriéndose a tiempos donde la población no gozaba de las “aperturas” de opinión que hoy, poco a poco, ejercen y ganan.
Con base en esa necesidad de debatir la Cuba actual, varios espacios en la capital –-fatalismo u oportunidad geográfica mediante-– convocan todos los meses a dialogar sobre temas polémicos y desde las visiones de varios intelectuales y especialistas cubanos.
Creado en mayo pasado, el espacio de debate “Dialogar, dialogar” que auspicia la Asociación Hermanos Saíz, invita los últimos miércoles de cada mes en el Pabellón Cuba a conversar sobre la realidad nacional.
Luego de romper el hielo con “El cambio de mentalidad”, ahora puso miras en “¿Qué significa ser revolucionario en la Cuba de hoy?”, invitando al profesor Jorge Luis Acanda, al bloguero Harold Cárdenas Lema (La Joven Cuba), y a Israel Rojas, del dúo Buena Fe.
Las continuas resemantizaciones del término, si nos interesa ser revolucionarios o no, a quiénes, y hasta dónde y cuál revolución, fueron algunos de los criterios de Acanda, quien consideró como esencial punto de partida “la condición humana” para la adjudicación de este calificativo.
Con una sociedad altamente envejecida, sin el protagonismo necesario de los jóvenes en la construcción del sistema social cubano, y con influyentes diferencias generacionales en la interpretación de la realidad, Cuba se enfrenta hoy a una renovación, si no forzosa, al menos sí inminente de los cargos y líderes públicos, lo que impone la urgencia de cavilados puntos de entendimiento y confluencias de “los revolucionarios cubanos”. Esta fue una de las ideas amasadas por los asistentes al debate, quienes analizaron las influencias del término en la historia de la Revolución Cubana.
Harold Cárdenas, desde su posición de bloguero, y luego del “bloqueo” al que fue sometido el blog La Joven Cuba, opinaba que “Ya estamos cansados de los estereotipos, lo que fue revolucionario en otros tiempos puede que ya no lo sea, es más, no lo puede ser por una razón cronológica básica.” Y apuntaba más tarde que “habría que estudiar hasta qué punto la juventud cubana es revolucionaria o hasta qué punto la realidad en la que se ha formado le ha permitido serlo.”
Más allá de las interpretaciones, o de “cuán revolucionario” se puede ser, Cuba se enfrenta hoy a la conceptualización y definición en resultados reales de su proyecto de país, lo que Acanda hizo notar en la opción de la Revolución Cubana por el socialismo, que no puede ser otra cosa que “socialización del poder y de la propiedad”, aspectos en los que hoy la nación vive interesantes transformaciones.
“No es posible analizar con nuevos códigos viejos tiempos ni actitudes, sin embargo, es también imposible aplicar viejas concepciones a nuevas realidades, y esto último está ocurriendo demasiado en nuestra realidad”, opinó Harold Cárdenas, quien concordó con Israel Rojas en que la realidad cercana es la principal modificadora de las concepciones de los cubanos, más allá de cualquier lección anticapitalista y antiimperialista, por muy correctas que sean.
Con el salón abarrotado, gente de pie, manos alzadas que no pudieron intervenir por la urgencia del tiempo, “Dialogar, dialogar” abre otra brecha para la interpretación de la realidad cubana y, quizás más temprano que tarde, sirva de canal para una creciente participación ciudadana en los cambios y derroteros que se construyen hoy en Cuba.

Ser revolucionario en la Cuba de hoy

Por: Harold Cárdenas Lema (harold.cardenas@umcc.cu)

(Palabras pronunciadas el 26/6/13 en el Pabellón Cuba en el espacio “Dialogar dialogar” que auspicia la AHS)
En cualquier momento de la historia los revolucionarios han sido los promotores del desarrollo social, los paladines de las revoluciones políticas/económicas/sociales/tecnológicas, los agentes del cambio. En la Cuba de hoy resulta indispensable trazar una línea que defina cuáles son las actitudes revolucionarias y cuáles no, la principal dificultad radica en quién puede definir esa línea y cómo. A mí me gustaría que la construyeran TODOS.
Creo que una persona no es revolucionaria por tener una militancia política determinada, es más bien una actitud ante la vida que se expresa cotidianamente. Me niego a que ser revolucionario se convierta en etiqueta cuando debería ser un adjetivo que elogie ciertas cualidades individuales. Me niego a que una persona que con una actitud sumamente conservadora ante la vida y la sociedad, se autocalifique como revolucionario solo por proclamar ciertos ideales políticos.
A la luz del siglo XXI Cuba necesita un nuevo modelo de revolucionario; más adaptable a los escenarios cambiantes de estos tiempos, abierto al cambio siempre que sea necesario. Ya estamos cansados de los estereotipos, lo que fue revolucionario en otros tiempos puede que ya no lo sea, es más, no lo puede ser por una razón cronológica básica.
Tenemos el extraño privilegio de estar entre los pocos que consideramos que ser revolucionario es un mérito, busquen en el Microsoft Word los sinónimos de la palabra “revolucionario”: sedicioso, agitador, turbulento, revoltoso, alborotador, provocador, etc. Aceptemos el hecho de que ser revolucionario no está de moda en la sociedad globalizada del siglo XXI, un hecho que no es casual ni irreversible, nos toca a nosotros transformar esto, revertir esta realidad.
Todavía está por ver cuánto daño puede habernos hecho el modelo del revolucionario soviético, paradigma y referente nuestro por mucho tiempo, cuánto daño nos hizo su herencia de intolerancia. Recordemos que en la primera mitad del siglo pasado mientras allá se fusilaba a los compañeros de Lenin, artistas, intelectuales y todo aquel que resultara incómodo, nosotros presentábamos a Stalin como paradigma de revolucionario. Cuánto daño nos ha hecho que muchos de nuestros funcionarios se formaran allá posteriormente, todavía está por ver a largo plazo el impacto de Moscú en el pasado, presente y futuro de la Revolución Cubana.
No me imagino a un revolucionario que no tenga una postura crítica ante su realidad, reconozco con dolor cómo muchas personas que comparten mis ideales, sin percibirlo asumen actitudes contrarrevolucionarias. Por otra parte, habría que estudiar hasta qué punto la juventud cubana es revolucionaria o hasta qué punto la realidad en la que se ha formado le ha permitido serlo.
¿Será que el discurso político nuestro ha establecido jerarquías generacionales sobre el tema? ¿Será que a los jóvenes actuales les ha llegado la percepción de que los revolucionarios son otros del pasado y a ellos les queda el menos glorioso papel de “preservar las conquistas de la Revolución”? ¿Nuestra generación no debe tener sus propios héroes y crear su propio modelo de revolucionario?
Julio Antonio Mella fue un revolucionario que durante su huelga de hambre contra el tirano Machado, se opuso al partido comunista que él mismo ayudara a crear y esto le costó su expulsión, recientemente Esteban Morales tuvo que enfrentarse a la maquinaria partidista por denunciar el fenómeno de la corrupción, ambos son ejemplos de que en ocasiones una actitud revolucionaria significa ir contra la corriente y violar las reglas establecidas cuando la situación lo requiere y se tiene la razón.
Coincido con Manuel Calviño cuando dice que: “un revolucionario es aquel que critica de frente y elogia de espaldas”, lamentablemente y con el transcurso de los años, mientras criticábamos la doble moral yanqui en plazas públicas, comenzamos a practicarla nosotros mismos y el elogio superó a la crítica durante mucho tiempo. En los últimos años nuestro presidente nos ha llamado a la crítica, algo impensable e increíble en la política tradicional, aprovechemos entonces la oportunidad.
Ser revolucionario en la Cuba de hoy es arriesgarlo todo sin miedo a las consecuencias. Pongo el ejemplo que me toca más de cerca, cuando la blogosfera se oscureció un tiempo atrás y la maquinaria administrativa se nos echó encima a los blogueros, confieso que temblamos en más de una ocasión, pero seguimos adelante. Recuerdo que en un momento decisivo para nosotros, antes de entrar a una reunión junto a mis compañeros, dijimos como los espartanos: “con el escudo o sobre el escudo”, por suerte vivo en un país que sigue siendo en esencia revolucionario y hoy estoy aquí para contarlo, con el escudo.
Luchar por algo en lo que se cree es un privilegio, los revolucionarios debemos estar conscientes en que seguiremos teniendo como posibles perspectivas la satisfacción del deber cumplido y la posible ingratitud de los hombres, eso no ha cambiado, pero el haber luchado, es algo que te llevas contigo para siempre, a todas partes.

Un punto de vista para continuar el debate

“el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”.
Ernesto Che Guevara (El socialismo y el hombre en Cuba, 1965)

Elier Ramírez Cañedo

En torno a la pregunta ¿qué significa ser revolucionario en la Cuba de hoy?, tan sugerente y necesaria, se estuvo debatiendo en la tarde del 26 de junio durante más de dos horas en el Salón de Mayo del Pabellón Cuba, sede nacional de la Asociación de Hermanos Saíz (AHS). El encuentro forma parte de un recién inaugurado espacio de diálogo en homenaje al destacado intelectual Alfredo Guevara, recientemente fallecido, y que lleva el título de su último libro: Dialogar, dialogar. Los invitados a la mesa de discusión fueron en esta ocasión el profesor de la Universidad de La Habana y Doctor en Ciencias Filosóficas, Jorge Luis Acanda; Harold Cárdenas, profesor de filosofía de la Universidad de Matanzas y reconocido bloguero; y el popular cantante Israel Rojas, director del Dúo Buena Fe.
Las intervenciones de los invitados fueron muy interesantes y profundas, también las que partieron del público asistente. En mi condición de moderador del espacio solo podía hacer breves comentarios, por lo que aprovecho estas líneas para lanzar mi contribución al debate motivado sobre todo por la intervención de Harold, a quien agradezco el hecho de haberme dejado en un profundo estado de reflexión con sus asertos. Ello demuestra la importancia de estos debates y de la diversidad de opiniones, pues siempre incitan el ejercicio del pensar, algo que no esta muy de moda. Generalmente criterios diferentes a los nuestros o que no estamos acostumbrados a oír son los que más nos hacen pensar las cosas con más detenimiento. Comparto prácticamente todos los juicios de Harold, solo discrepo esencialmente del siguiente: “lo que fue revolucionario en otros tiempos puede que ya no lo sea, es más, no lo puede ser por una razón cronológica básica”. Pienso que es muy absoluto este planteamiento. Si el mensaje a trasladar es que lo que fue revolucionario ayer no lo es hoy, por la imposibilidad de repetir en el laboratorio del presente lo acontecido en el pasado, considero que habría que elaborar mejor la idea para que no se malinterprete. De cualquier manera, lo que no pueden reproducirse son los acontecimientos históricos tal como fueron, pero si las actitudes y cualidades de un revolucionario en su momento histórico concreto. Ser anticapitalista, antimperialista, latinoamericanista, internacionalista, solidario y humano, por solo mencionar unos ejemplos, es tan revolucionario en nuestro presente como lo fue en la época de Mella, de Guiteras y de la Generación del Centenario. Creo lo continuará siendo para nuestros hijos y nietos. Efectivamente, ser revolucionario en el siglo XXI no es lo mismo que en el siglo XIX y el XX. La condición revolucionaria se ha enriquecido cada día más con los tiempos y los contextos en que vivimos. Nuestra manera de pensar y hacer la revolución tiene nuevos atributos, enfrentamos otros desafíos y complejidades, pero los revolucionarios de hoy no partimos, ni debemos partir de cero. De hecho, formamos parte de una acumulación histórica que es la que nos ha permitido interpretar la realidad actual y plantearnos su transformación desde una perspectiva revolucionaria. Nuestro deber es adaptarnos al momento histórico y a las luchas del presente. El ser revolucionario como bien dice Harold, es ante todo una actitud ante la vida. Por lo tanto, hay actitudes del revolucionario de hoy, que en comparación con las que mantuvieron generaciones anteriores, se mantienen inmutables. Otras cambian y se adecuan a las circunstancias. “Ellos, hoy, habrían sido como nosotros; nosotros, entonces, habríamos sido como ellos”, señaló Fidel al referirse a la generación que inició y llevó adelante las luchas independentistas de Cuba en el siglo XIX. Podemos los jóvenes de hoy decir lo mismo, aunque me gusta agregar, que somos en buena medida resultado y herencia de ellos.
Es cierto que los jóvenes se cansan de que les hablen solo del pasado. Eso ha provocado que una buena parte de ellos haya perdido el interés por la Historia de Cuba. Cada día se hace más imperioso que le vinculemos ese pasado con el presente y el futuro del país. Para eso debemos también de acabar de saldar la inmensa deuda que tenemos de escribir y analizar la historia de la Revolución en el poder en toda su profundidad y complejidad, con todos sus aciertos y desaciertos. Empresa que pasa por varias escollos, pero abordarlos sería desviarme del objetivo de estas breves reflexiones.
Me gustó mucho lo dicho por la presidenta del Instituto Cubano del Libro, Zuleica Romay, sobre la necesidad de que la Revolución y el ser revolucionario, no se limite a mantener las conquistas alcanzadas y que las nuevas generaciones tienen que tener y proyectarse hacia nuevas conquistas. Coincido totalmente con ella, pues todas las generaciones revolucionarias han tenido sus metas y han ido escalando peldaños en busca de la utopía de una sociedad cada vez más justa. La nuestra no puede hacer menos y debemos desafiar los límites de lo posible. De ello depende que no haya retrocesos. Recuerdo ahora las palabras de ese gran revolucionario que fue Simón Bolívar, cuando en 1819 señaló: ¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan lo demás todos los días¡ Ese optimismo, esa fe en materializar lo que hoy parecen sueños quiméricos, es también una de las cualidades que han marcado a los revolucionarios en todos los tiempos.

“El revolucionario no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber”

Esteban Morales

Para ser revolucionario hay que ser un hombre de su tiempo y como los
tiempos cambian, hay que cambiar con ellos. No se trata de ser una veleta,
ni de dejarse dominar por el tiempo, sino de desafiar siempre el presente
en función de lograr el mejor futuro.
Revolucionario es aquel que mira siempre hacia delante y toma en cuenta la
experiencia histórica para superarla. Pues solo sabemos a dónde vamos si
sabemos de dónde venimos.
Pero no se puede vivir en el pasado, hay que tener los pies siempre en el
presente y avanzando hacia el futuro. En eso nos diferenciamos los
revolucionarios de los que no lo son. Estos últimos, creyendo a veces que
son revolucionarios, tienden a regodearse en las glorias pasadas y miran
a los que se mueven hacia el futuro, como si quisieran disputarle los
meritos y el espacio .Es que como decía Martí, “el revolucionario no mira
de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber” y el deber más
grande que tiene un revolucionario es garantizar el mejor futuro para su
pueblo. Aunque para ello tenga que sacrificar su presente.
En los momentos en que vivimos en nuestro país, ello se sintetiza en que si
se quiere continuar siendo revolucionario “debemos tener nuestra propia
guerra, librar nuestras propias batallas y correr los riesgos que nos
vengan encima”.
Pues aun no hemos logrado que la revolución sea de todos, dado que todavía
hay muchos que la sienten solo como suya y por demás pretenden imponer las
formas en que debemos defenderla. Cuando en realidad, después de más de 50
años de haber triunfado la Revolución Cubana, la responsabilidad de preservarla, continuarla y transformarla es más de los que la hemos defendido durante estos años, que de los que la hicieron al principio.
¿Cuantos han quedado en el camino por traicionar a la Revolución,
cuantos se han cansado, cuantos han abandonado valores? Entonces la
Revolución es de los que la seguimos defendiendo, de los que no la hemos
abandonado, de los que seguimos creyendo en ella, de los que luchamos por
mantener y renovar continuamente sus valores. Fidel y Raúl han demostrado que ser revolucionario no es cuestión de una etapa, o de un momento, que el verdadero revolucionario lo empieza a ser un día y no deja de serlo hasta el final de la vida.
Quienes se regodean en las glorias pasadas, terminan viviendo a su costa.
Son sectarios, dogmaticos, prepotentes, algunos se corrompen, no pocos
pretenden tener siempre la última palabra, negar la opinión de los demás.
Ser revolucionario es entonces también oponerse a todo eso, aunque en ello
nos vaya la vida.
Luego hacer Revolución en estos momentos, es desplegar el espíritu crítico
que la mejora y enriquece continuamente. Es oponerse a los que la quieren
convertir en un pedestal desde el cual ordenar como quiere que sean las
cosas, es declararle la guerra a lo mal hecho.

Qué significa ser revolucionario hoy

Jorge Luis Acanda

26 de junio 2013

Cuando Elier me invitó a venir a hablar sobre este tema, de “qué significa ser revolucionario hoy”, y me dijo que sería un tórrido miércoles de junio a las cuatro de la tarde, tuve dudas de que ese tema lograra convocar a una cantidad apreciable de personas. Al llegar aquí y constatar que, a pesar del infernal calor, de la contundencia del sol que nos golpea a esta hora y de las dificultades del transporte, este salón rebosa de público, inmediatamente me vino a la mente la conocida historia de aquel poeta enamorado al que el objeto de su amor le preguntó qué es la poesía y él le respondió: “poesía eres tú”. El que ustedes hayan venido hasta aquí pese a todos los inconvenientes, me permite parafrasear a aquel poeta y decir que si los aquí presentes me preguntan qué cosa es ser revolucionario yo les respondería que revolucionarios son ustedes. Y ello no sería un mero recurso comunicativo para ganarme de inicio el favor de este auditorio, sino expresión de la alegría que me produce constatar que, no obstante los obstáculos mencionados, una cantidad apreciable de personas se reúnen hoy aquí. Alegría motivada por la impresión que tengo de que a muchos en este país ya no les interesa este tema sobre lo que es la revolución y sobre la definición o conceptualización de lo que significa ser revolucionario. Quiero ser cuidadoso con las palabras y simplemente digo que a mucha gente eso no le interesa. No puedo afirmar que sea a la mayoría, pero si sostengo la opinión de que para un sector importante de nuestra población este tema provoca desinterés e incluso rechazo. Como mínimo, se puede afirmar que las palabras “revolución” y “revolucionario” han sufrido un desgaste en este último medio siglo. Se han utilizado tanto para encubrir chapucerías, improvisaciones, voluntarismos y errores de todo tipo, que han perdido mucho de su fuerza inicial. Y eso, en el caso específico de Cuba, es algo muy llamativo, porque – a diferencia de muchas otras naciones – en la nuestra la palabra “revolución” ha ocupado un lugar importante y muy positivo en el imaginario y en el vocabulario político desde hace ya casi siglo y medio. Desde el inicio de nuestras luchas independentistas en 1868 la palabra revolución adquirió un halo glorioso. Durante los primeros veinte años del siglo XX se difuminó un poco, pero con la llegada del Machadato y de las luchas contra él volvió a convertirse en un referente cargado de prestigio. Muchos movimientos políticos reivindicaban el adjetivo de “revolucionario” y lo colocaban en sus nombres, aunque de tales no tuvieran nada. Los grupos gangsteriles de fines de los años 30 y la década del 40, curiosa mezcla de pistolerismo y corrupción, utilizaban ese adjetivo para denominarse a sí mismos. Que la utilización de las palabras revolución y revolucionario tenían una carga legitimadora per se lo demuestra el hecho curiosísimo de que el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 intentó presentarse a sí mismo como la “revolución marcista” (y pido que se observe que escribo aquí – tal como se escribió en aquella época – “marcista” y no “marxista”, pues refería precisamente al mes en el que tuvo lugar aquel golpe de Estado). A partir de esa fecha se crearon varias organizaciones para oponerse a la dictadura batistiana y una vez más se repitió la circunstancia de que muchas, incluso las que de revolucionarias no tenían nada, invocaban o utilizaban ese adjetivo. Después de enero de 1959 todos en Cuba éramos revolucionarios. Había un consenso mayoritario de que el derrocamiento de la dictadura debía abrir paso a transformaciones en la sociedad cubana. Un consenso de que era necesario resolver problemas tales como la existencia del latifundio y sus consecuencias sociales en el campo, la corrupción política, el analfabetismo, el desempleo, etc. Eso no quiere decir que todos realmente quisieran resolver esos problemas. Está claro que los terratenientes no estaban interesados en eliminar el latifundio ni la clase política quería erradicar la corrupción de la que medraba, pero no podían oponerse públicamente a ello. La inmensa mayoría de la población quería transformaciones profundas. Querían una revolución. Y la interrogante, el problema, se planteaba en términos de qué cosa era esa revolución, de cómo debía ser. Qué características tenía que tener. Y opino que uno de los grandes méritos de Fidel consistió en demostrar que la revolución en Cuba tenía que ser socialista si quería ser verdadera. Que revolución era sinónimo de socialismo. Y durante aquellos dos o tres primeros años de la década del 60 uno de los campos de la lucha ideológica se centraba en torno al contenido del concepto de revolución y de lo que era verdaderamente revolucionario, con la circunstancia de que a los enemigos de la Revolución (y ahora utilizo el concepto con mayúscula, porque me estoy refiriendo a un objeto específico – el proyecto de transformación social socialista) no les quedaba más remedio que continuar reivindicando para sí el ser ellos los verdaderos revolucionarios, tal era el prestigio y la carga legitimadora que el concepto tenía. Para confirmarlo voy a poner solamente dos botones de muestra: el primero, que una de la organizaciones contra-revolucionarias más importante de aquellos años se auto-denominó “Movimiento de Recuperación Revolucionaria”; el segundo, que el mismísimo presidente de los EE UU en ese momento, John F. Kennedy, se refirió a la nuestra como una “revolución traicionada” para legitimar la abierta y directa implicación del imperio en la invasión de Playa Girón.
Fue el proyecto socialista el que triunfó en aquella batalla semántica, y para todos quedó claro que revolución era socialismo. Y el concepto siguió presente en nuestro vocabulario político y continuó manteniendo su sentido positivo y legitimador. Y se continuó utilizando para legitimar estrategias y tácticas políticas. Se invocaron diversas campañas de “profundización revolucionaria” en distintos momentos durante las décadas de los 60 y los 70. El año 1965 presenció el inicio de la “Ofensiva Revolucionaria”, que sería relanzada en 1968. Y en 1985 se desencadenó el “Proceso de Rectificación”, llamado a eliminar las tendencias negativas que sacaban a la revolución socialista de su cauce “natural” y desvirtuaban la esencia de lo revolucionario.
Si hago todo este recuento histórico es para explicar por qué la erosión del poder de convocatoria de ese término y de su carga legitimadora amerita una reflexión profunda. Entiéndaseme bien: no estoy afirmando que la población cubana no sea revolucionaria. Todo lo contrario. Pero, como dije más arriba, los términos “revolución” y “revolucionario” han sufrido tanto mal uso y abuso que han sido desplazados del lugar que ocupaban en nuestro imaginario. De ahí que tenga sentido que retomemos un tema que más de una vez se ha presentado en nuestra historia, pero ahora de una forma más dramática. Y que también tenga sentido que el adverbio de tiempo “ahora”, colocado al final de la pregunta sobre qué significa ser revolucionario, sea imprescindible. Porque la historia no transcurre por gusto y la memoria colectiva y el inconsciente colectivo se cargan de elementos que no pueden ignorarse, aunque a alguno no le guste o no le convenga tenerlos en cuenta.
Mientras preparaba estas líneas, recordé una vez, hace muchos años, allá a fines de los años 60, que me encontraba en un cine y comenzaron a exhibir un Noticiero ICAIC en el que le planteaban a una serie de figuras públicas la pregunta sobre qué características debía tener un revolucionario. Después de tantos años no recuerdo el nombre de casi ninguno de los entrevistados ni lo que respondieron. Y digo “casi ninguno” porque lo único que retengo es que una de esas figuras fue Haydee Santamaría. Y recuerdo, como si fuera hoy, que cuando le hicieron la pregunta, ella – que para mí es el personaje femenino más simbólico de la revolución – miró a la cámara con aquellos ojos tan profundos que tenía y rápidamente respondió: “un revolucionario tiene que tener condición humana”. ¿Por qué quedó en mi memoria su afirmación y ni siquiera guardo un leve rastro no ya de las respuestas sino ni siquiera de los nombres de las otras personas que aparecieron en aquel noticiero? ¿Por qué en aquel momento su respuesta me impresionó mucho más que todas las otras? Y otra pregunta, ya no dirigida al pasado, sino al presente: ¿por qué pasados tantos años ese recuerdo sigue en mí? Para la primera interrogante sólo puedo avanzar una suposición. Es muy probable que los otros entrevistados dieran las respuestas al uso que se emplean cuando de tan elevado tema se habla. Es muy probable que hayan dicho que el revolucionario debe ser un luchador inclaudicable, un ser sin tacha y sin temor, etc. Pero Haydee, que podía dar lecciones de valentía y de entrega sin límites, acudió a algo mucho más simple y por eso mucho más entrañable y más esencial: a la condición humana. A la segunda pregunta puedo responder con toda seguridad. El recuerdo de aquella definición permaneció en mi reforzado por la experiencia vivida en todos estos años de comportamientos, medidas, decisiones, que han reflejado una gran carencia de condición humana. Y cuando una persona o una institución actúan en nombre de la Revolución ignorando los elementales principios de la condición humana, le hace con ello un daño inmenso a esa misma revolución que dice defender.
Y esa anécdota sobre Haydee Santamaría quiero vincularla con otra. Se la oí a Ambrosio Fornet en una multitudinaria reunión en Casa de las Américas, a la sazón de aquello que algunos han llamado “la guerra de los e-mails”. Si no recuerdo mal, refería a alguna figura importante del mundo del arte que, al enterarse de que el Consejo Nacional de Cultura (CNC) dejaba de existir y en su lugar se creaba el Ministerio de Cultura y que al frente había sido colocado Armando Hart, expresó su conformidad y alegría con la decisión concentrándolo en una definición: “es una persona decente”. La historia es para mí profundamente impresionante y aleccionadora. El Consejo Nacional de Cultura había sido dirigido por personas que tenían una larga militancia de lucha política y que, al recibir una cierta cuota de poder, habían convertido el campo de la creación artística en un verdadero infierno de intolerancia, dogmatismo, exclusión y represión. Justamente habían logrado un resultado totalmente contrario al que había obtenido Haydee Santamaría al frente de Casa de las Américas. Ya hoy podemos afirmar que aquellos dirigentes del CNC (innombrables por i-recordables, pues la simple reaparición pública de algunos de ellos provocó una tormenta en el mundo de la creación artística que nuestro Estado sólo pudo manejar hundiéndolos otra vez en el olvido) le hicieron un daño enorme a la Revolución. Algunos de ellos tenían profundos conocimientos teóricos sobre el arte y la literatura. Los que no tenía Haydee. Y durante años habían pertenecido a un partido marxista-leninista, cumplido rigurosamente con la disciplina partidaria, sufrido persecuciones políticas, demostrado intransigencia en los principios, etc. Pero la política que impusieron desde la esfera de poder que se les había entregado era francamente contra-revolucionaria. Sin embargo, Haydee si había sido verdaderamente revolucionaria en su accionar como presidenta de Casa de las Américas. Porque, además de poseer todas las características antes mencionadas (disciplina, intransigencia, valor), colocó la condición humana (su condición humana) siempre en un primer lugar, como principio clave de su proceder. Recordando la historia de lo ocurrido en el campo de la creación artística en nuestra Revolución y comparándola con lo ocurrido en otros países socialistas, se puede legítimamente establecer una conexión interna entre las así llamadas “políticas culturales” en la historia de los movimientos revolucionarios de corte marxista y los valores morales. La doctrina del “realismo socialista” sólo podía imponerse mediante conductas inmorales, indecentes, que violaban la dignidad de la condición humana, porque racionalmente es indefendible. Y si seguimos repasando la experiencia de noventa años de intentos de construcción del socialismo en tres continentes, y del campo del arte pasamos al campo de la economía, al campo de la educación, y así sucesivamente, podemos fijar una conexión interna entre la política y la moral. Todas esas posiciones, líneas, comportamientos y doctrinas políticas que llevaron a aquellas revoluciones socialistas a su suicidio fueron impuestas y realizadas por personas que no quisieron comprender que no se puede ser revolucionario ignorando los valores de la dignidad individual, los principios de la decencia y la moral. Por personas que eran consideradas – según el calificador de cargos imperante en aquellas sociedades – como revolucionarias, pero que no lo eran, precisamente por ser inmorales.
Después de todo lo dicho, puedo adelantar una primera respuesta a la pregunta sobre qué significa ser revolucionario hoy. Y para ello acudo a lo que hace cuarenta años dijera Haydee Santamaría: tener condición humana. Y a reafirmar lo que un poco después dijera aquel artista: ser una persona decente. Un primer criterio para poder valorar como “revolucionario” una línea política, una conducta individual o un comportamiento colectivo o institucional, reside precisamente en eso. Y si los conceptos de “revolución” y “revolucionario” han sufrido una erosión importante de su poder de convocatoria y atracción en Cuba hoy, ello se debe en buena medida a que muchas veces se les ha asociado espuriamente con conductas que carecen de rigor ético. Si una persona que posee una cierta cuota de poder es interpelada públicamente por un joven que simplemente, en pleno uso de su derecho más elemental y actuando con total honestidad expresa sus dudas, y después ese joven es sometido a un fuerte acoso por un grupo de oportunistas y lambiscones y aquella persona que posee esa cierta cuota de poder no hace nada por impedir ese acoso, estamos en presencia de una conducta totalmente inmoral. Profundamente indecente. Tanto por parte de los acosadores como del “poder-habiente”. Unos por acción y el otro por omisión. Porque todos ellos han vulnerado los más elementales principios de una ética que, no por tener muchos años de existencia, ha perdido su validez. La soberbia, el oportunismo, la mentira, son contra-revolucionarias. Le han hecho más daño a nuestra Revolución que cualquier otra cosa.
Pero esto es sólo un primer paso. Más arriba señalé que, en la importantísima batalla sobre el contenido del concepto de revolución que se desarrolló entre 1959 y 1962 (una batalla que fue semántica y no por ello menos decisiva, sino todo lo contrario), se logró identificar “revolución” con socialismo. También hoy lo revolucionario es lo socialista. Y estoy convencido de que hoy, como nunca, los conceptos de patria, independencia y dignidad, están indisolublemente vinculados al de socialismo. Por lo que, necesariamente, discutir sobre el concepto de revolución tiene que implicar la reflexión sobre el concepto de socialismo. Aquí también se ha escrito mucho y se ha maltratado en demasía a esta palabra. Voy a ser breve: socialismo tiene que significar socialización del poder y socialización de la propiedad. O, para decirlo en un orden de prioridad: socialización de la propiedad y socialización del poder. Y entonces tengo que traer a colación otro concepto que me parece seminal: derechos de ciudadanía. Cuando permitimos que los términos “compañero” y “ciudadano” se establecieran en el imaginario popular como antagónicos, perdimos una batalla semántica, y ya hemos visto que esas son muy importantes. En la tradición del republicanismo democrático, tradición que está en el fundamento de la revolución socialista, el ciudadano es sujeto activo de derechos, los cuales considera como irrenunciables e inalienables. Si “compañero” designa al que comparte conmigo no sólo el pan sino también un propósito vital, y este propósito vital es la revolución, “compañero” no puede significar hacer dejación de mis derechos ciudadanos o transferírselos a otro. No todo ejercicio de derechos de ciudadanía activa tiene que implicar una acción revolucionaria, pero no puede ser revolucionario algo que lacere, disminuya o niegue a la ciudadanía activa. Precisamente porque la socialización del poder significa eso.
Y ahora acudo a un concepto que utilizó Antonio Gramsci, el concepto de organicidad. Aplicándolo al tema que aquí nos convoca, afirmo que una idea, una actitud, una institución, un principio, una conducta, son revolucionarios si son orgánicos con los principios de la revolución. Es decir, si promueven esa necesaria socialización del poder y de la propiedad. Si un profesor se convierte en un agente multiplicador de una enseñanza verticalista, memorística e instrumental, su proceder es orgánico con la reproducción de las estructuras enajenantes y explotadoras típicas del capitalismo. Pero si ese profesor en su actividad profesional cotidiana estimula la formación y desarrollo del pensamiento crítico en sus alumnos, su actuación profesional es profundamente revolucionaria. Y eso es lo verdaderamente importante. Si un creador artístico, sea un músico, un director de televisión o de cine, por poner un ejemplo, produce un objeto artístico que promueve la enajenación del individuo, como creador artístico no es revolucionario, aunque participe en todas las marchas y asista a todas las reuniones. Si el accionar de un dirigente político no es congruente, consustancial, coherente (orgánico, en suma) con los principios de la dignidad humana y de la moral, con el ejercicio activo por todos de los derechos de ciudadanía, con el desarrollo de las capacidades personales y de las estructuras sociales que permitan la socialización del poder y de la propiedad, su actividad no es revolucionaria.
Retomando mi recuerdo de adolescente de aquel documental, y extrayendo lo que para mí son adecuadas conclusiones, no quiero venir aquí a pontificar sobre el concepto de revolucionario convirtiéndolo en sinónimo de héroe perpetuo. Es cierto que toda revolución necesita de héroes. Pero no es menos cierto que las revoluciones no la hacen sólo los héroes. Las hacen millones de personas que, en su bregar cotidiano, en su trabajo, en el desempeño de sus diferentes roles sociales, son orgánicos – es decir, coherentes, congruentes, pertinentes – con el ideal de socialización de la propiedad y la socialización del poder que la revolución, inevitablemente, tiene que representar.

SER REVOLUCIONARIO EN CUBA, HOY

Enrique Ubieta Gómez

¿Qué significa ser revolucionario? Los estudiosos del marxismo saben que en sus orígenes, el partido socialdemócrata se fracturó: los reformistas, cada vez más alejados de las concepciones de Marx, se quedaron con el nombre y los revolucionarios crearon el partido comunista. La polémica “reforma vs. revolución” tiene una larga historia. Ahí están los textos de Lenin, de Rosa Luxemburgo, entre otros. Pero la definición o la opción revolucionaria, y su existencia práctica, no son exclusivas de un partido o de una clase social, aunque sí de una época. Porque los burgueses fueron revolucionarios en su momento. Y el movimiento anticolonial en la era del imperialismo tuvo por lo general un carácter revolucionario. José Martí creó el Partido Revolucionario para lograr la independencia de Cuba, y dicen que hablaba de la revolución necesaria que habría de iniciar una vez alcanzado el poder. Por eso, me gusta hacer referencia a la tradición cubana del término. Cintio Vitier, por ejemplo, asumiendo los riesgos reductores de cualquier agrupamiento, establece dos tendencias “espirituales” en el último tercio del siglo XIX: la revolucionaria (independentismo, modernismo literario, antievolucionismo) y la reformista (autonomismo, preceptismo literario, evolucionismo positivista). Lo cierto es que Revolución es Creación, salto sobre el abismo, o sobre el muro de la aparente imposibilidad –“seamos realistas, hagamos lo imposible”, decían los estudiantes parisinos del 68–, mirada de cóndor, pero es sobre todo una toma de partido “con los pobres de la Tierra”. Si tomamos a José Martí como modelo de revolucionario, observaremos en él tres características que se repiten en Fidel Castro:
1. Opción ética antes que teórica: se adopta una teoría para luchar contra la explotación, y no a la inversa. Es vocación de justicia social. “En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre”, escribía Martí. “El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor”, acotaba Ernesto Che Guevara. “Es precisamente el hombre, el semejante, la redención de sus semejantes, lo que constituye el objetivo de los revolucionarios”–ha dicho Fidel. El poeta revolucionario salvadoreño Roque Dalton se burlaba de las posiciones esnobistas de la pequeña burguesía en estos versos:
Los que
en el mejor de los casos
quieren hacer la revolución
para la Historia para la lógica
para la ciencia y la naturaleza
para los libros del próximo año o el futuro
para ganar la discusión e incluso
para salir por fin en los diarios
y no simplemente
para eliminar el hambre
para eliminar la explotación de los explotados.
Hay revolucionarios que desconocen la teoría marxista. Y hay académicos marxistas muy conocedores de cada texto, de cada frase de Marx, que jamás han salido a la calle, que son incapaces de sentir, de vibrar, con el dolor o el júbilo ajenos, que no militan; esos académicos “marxistas” no son revolucionarios. Tampoco son continuadores de Marx. Uno de los resortes formadores y auspiciadores de una Revolución, es la solidaridad.
2. Radicalidad en la comprensión y en los actos; el revolucionario busca la raíz del problema, aún cuando no pueda extirparla de inmediato, aún cuando se equivoque al señalarla, y pasa rápidamente a la acción. A diferencia del reformista, no pretende mitigar el dolor o enmascararlo, sino eliminar la enfermedad.
3. El revolucionario es una persona de fe. No en el sentido religioso. Ninguna declaración mejor que la que hace Martí (otra vez Martí) a su hijo, en la dedicatoria del Ismaelillo: tengo, le dice, “fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti”. Fe en el pueblo, en sus capacidades. El revolucionario entiende los límites aparentes de lo posible, y los trasgrede, porque cree en el pueblo. En esto también se diferencia el reformista, que por razones de clase desconfía o subestima al pueblo. Creer, no es extirpar la duda; los revolucionarios vivimos la angustia de la duda, que es la del conocimiento. Sin embargo, el cínico es contrarrevolucionario, aunque no lo sepa.
Algunos ideólogos de la contrarrevolución reducen la actitud revolucionaria al acto violento, al uso de las armas. Como si las revoluciones armadas no ocurrieran en respuesta a la violencia del poder burgués. Ser un radical –ir a las raíces–, no es optar por la violencia. En su afán por desideologizar hasta el mismísimo concepto de revolución, pretenden hacer pasar como acciones revolucionarias las revueltas violentas de los politiqueros de la seudo república, que querían hacer valer el poder personal. Ni siquiera los antimachadistas o antibatistianos eran necesariamente revolucionarios. Y contraponen el socialismo revolucionario al que llaman “democrático” (socialdemócrata), porque aquel no respeta el orden burgués. El socialismo no solo puede, sino que debe ser democrático, aunque no en el sentido que el sistema capitalista otorga al término. Debe y puede ser más participativo, más inclusivo, más solidario, más representativo. Debe y puede defender la individualidad, no el individualismo, porque el socialismo es el único camino capaz de transformar a las masas en colectivos de individuos.
Ciertas cualidades o virtudes éticas constituyen el fundamento o la base sobre la que se erige un revolucionario. Pero es una ética esencialmente política, social, no privada, que no puede vaciarse o desligarse de las contradicciones fundamentales de la época. No se es revolucionario con respecto a los intereses personales, sino de cara a la sociedad. Hay personas conservadoras –por razones biográficas, y quién sabe si hasta por razones genéticas–, que repelen los cambios bruscos, la incertidumbre de lo nuevo, que disfrutan el orden y la rutina. No son contrarrevolucionarias. En sus Palabras a los intelectuales (1961), Fidel Castro decía: “Nadie ha supuesto nunca que (…) todo hombre honesto, por el hecho de ser honesto, tenga que ser revolucionario. Ser revolucionario es también una actitud ante la vida, ser revolucionario es también una actitud ante la realidad existente (…)”. Y agregaba más adelante: “Es posible que los hombres y las mujeres que tengan una actitud realmente revolucionaria ante la realidad no constituyan el sector mayoritario de la población; los revolucionarios son la vanguardia del pueblo, pero los revolucionarios deben aspirar a que marche junto a ellos todo el pueblo (…) la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no sólo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que aunque no sean revolucionarios, es decir, que aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella. La Revolución sólo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios”.
Allí donde una Revolución ha triunfado, el adjetivo –que en el globalizado mundo del oficialismo burgués suele endilgarse como insulto–, se convierte en elogio. Una persona es trabajadora, “buena gente” y revolucionaria. La cotidianidad puede descontextualizar el sustrato rebelde y el significado político del término y reducir la condición del revolucionario a la honradez o a la decencia. A veces, puesto que la Revolución ha tomado el poder, se identifica con el buen comportamiento o la corrección. Decimos: “en el fondo él (ella) es revolucionario(a)”, como si dijéramos que, más allá de sus apariencias, “es una persona noble”. Y creemos que el niño o el joven “más revolucionario”, es el que “se porta bien”. De cierta forma, el calificativo se aburguesa. Esto parece casi inevitable, pero no lo es: una Revolución en el poder necesita establecer su “normalidad”, su gobernabilidad. Defenderse como poder político es la premisa de cualquier poder político, mucho más cuando se trata de un contrapoder acorralado por el Poder Global –que no solo acecha en el plano físico (material, militar), sino también en el espiritual, en el ámbito de la reproducción de valores–, y su normalidad es una “anormalidad” fuera de sus fronteras geográficas. Ser revolucionario es participar en la consolidación del gobierno revolucionario, establecer un frente común con ese gobierno, para defender cada conquista y establecer las nuevas metas, aún cuando los grados de participación en la determinación de esas metas son aún insuficientes o se ejercen de manera formal. La democracia socialista, esencialmente superior, tiene todavía un largo camino por recorrer. Ser revolucionario también es participar desde la crítica comprometida. Criticar no es enunciar un hecho cierto, es actuar sobre él, empujarlo hacia su solución. Lo que otorga veracidad y justeza a una crítica no es el hecho enunciado, es su sentido. Si se desideologiza la crítica, se deshuesa, y se falsean sus enunciados.
De manera imperceptible, ocurre un lento proceso de separación o destilación del contenido “rebelde” que toda actitud revolucionaria presupone. Esto no es bueno. Vienen entonces los que enarbolan la rebeldía y la contraponen al ser revolucionario –vieja aspiración de la subversión imperialista: promover la rebeldía antirrevolucionaria, lo que significa decir, que los rebeldes sean antirebeldes, que aspiren a ser “normales”, inconformes frente a la rebeldía y conformes frente a la enajenación global–, o en sus antípodas, aquellos que consideran que el ser rebelde es el verdadero ser revolucionario. Estos últimos pueden perder el sentido de orientación, porque la rebeldía a secas, habitualmente manipulada por el mercado capitalista, tiene una larga historia de convivencia y a veces de connivencia con el capitalismo. La rebeldía juvenil no es ni puede ser enemiga del espíritu revolucionario; ser revolucionario es la forma superior de ser rebelde. Sin la inconformidad que propicia la rebeldía y sin su disposición para romper moldes, normas, esquemas, es difícil ser revolucionario. Las universidades cubanas no pueden ser “de o para los revolucionarios”, son centros formadores; deben ser, eso sí, formadoras de revolucionarios. De sus aulas salieron Mella y Fidel. El capitalismo (la cultura del tener) intenta domar la rebeldía incentivando sus formas primarias: el desacato, la irreverencia; intenta aislar al rebelde, concentrarlo en sí mismo, explotar al máximo su expresión individualista, transformarlo en un cínico. El socialismo (la cultura del ser), pretende encauzar esa rebeldía hacia la acción transformadora, ponerle mayúsculas, hacerla partícipe de las causas más justas de su época.
Vivo en el barrio centrohabanero de Colón, y muchas personas en mi entorno deben enfrentar enemigos más concretos e inmediatos que el imperialismo norteamericano, al menos eso parece, cuando la corrupción, la burocracia, la doble moral, la insensibilidad, el “sálvese quien pueda” se imponen. Creo, como ellos, que ese es el enemigo principal. Pero no podemos confundir su nombre: se trata del capitalismo, de su capacidad para regenerarse dentro del socialismo, que no es más que un camino (no un lugar de llegada) hacia otro lugar, hacia otra esperanza o certeza de vida mejor. Si desvinculamos ese nombre de aquellas manifestaciones, o las enlazamos erróneamente al camino socialista que hemos emprendido, perdemos el rumbo. No podemos ser revolucionarios hoy, en este mundo globalizado, si no somos anticapitalistas, si no somos antiimperialistas. Si no sentimos como propios las conquistas, los peligros, las humillaciones, de otros pueblos. Si no defendemos la unidad de los revolucionarios cubanos y la de los pueblos latinoamericanos frente al imperialismo. No podemos ser revolucionarios si creemos que el mundo tiene el largo y el ancho de una calle, o de un barrio, o de un país. Si aceptamos los consensos que otros construyen, y no construimos los nuestros. Si vaciamos cada palabra de los contenidos de combate, porque de inmediato serán llenadas de otros contenidos, por aquellos que nos combaten.
Martí, Mella, Guiteras, el Che, Fidel, se parecen demasiado, para que nos inventemos ese asunto de las generaciones. No han dejado de ser jóvenes. Cambian las tareas, las coordenadas, pero no las actitudes, los principios, el horizonte al que siempre nos acercamos sin llegar. Por otra parte, nadie se hace revolucionario de una vez y para siempre. Hay que nacer como revolucionario cada mañana, cada día. Los papeles no están predestinados ni son inmutables: el héroe de 1868 pudo convertirse en traidor veinte años después; el indeciso de entonces, quizás empuñó las armas con dignidad en 1895; el guerrero valiente de la manigua pudo dejarse seducir por la corruptora política neocolonial; el enérgico antimachadista, desilusionarse de sus ideales de juventud o convertirse en un profesional de la violencia; el revolucionario de la Sierra o del Llano, acomodarse o enredarse en las redes del burocratismo; el escéptico de aquellos días, transformarse en un miliciano fervoroso, en un héroe cotidiano e invisible; el dirigente juvenil, acodado en el balcón de la buena conducta y los aplausos, convertirse en un repetidor de consignas vacías y el profesional rebelde, crecer como tal hasta hacerse revolucionario. Entre unos y otros, disfrazados, están los oportunistas, los “pragmáticos”, los cínicos de siempre. A todos los cerca la historia y, de sus actos múltiples, solo perdura el instante de eticidad fundadora que sostiene a la Patria: “ese sol del mundo moral” que ilumina y define a los seres humanos, según la frase que Cintio rescatara de José de la Luz y Caballero. Una Patria que es Humanidad, que no está en la “hierba que pisan nuestras plantas”, o en unas costumbres siempre en evolución, sino en un proyecto colectivo de justicia. Una Patria que aspira a fundirse con la Humanidad, y que mientras, defiende su espacio para fundar, para crear, para proteger la dignidad plena de sus hombres y mujeres.

SER REVOLUCIONARIO

Zuleica Romay Guerra

Mientras Hiram hablaba, yo pensaba que entre las guerras de esta época que nosotros no podemos darnos el lujo de perder están las guerras por el poder de las palabras y por la capacidad de asignación y legitimación de los significados. No es un secreto que la enconada batalla ideológica que libramos hoy, también se da en el terreno del lenguaje y de la interpretación: de las palabras, los hechos y los símbolos.

Nosotros a veces somos víctimas o participantes de esa tendencia de la mentalidad humana que es el avance del pensamiento conservador; tiene que ver con la posición social, con la edad, con la actividad social que realizamos, con nuestros ideales y nuestra filosofía de la vida. A veces, cuando mencionamos a los conservadores pensamos en los neocons que auparon a Ronald Reagan y a los Bush, otorgándoles poderes imperiales. Pero también hay una visión conservadora en Cuba de lo que es ser revolucionario, como la hay en cualquier otro lugar en que haya sectores de la sociedad dispuestos a luchar por transformarla.

Es la de aquellos que se resisten a cambiar lo que debe ser cambiado; que sobredimensionan los obstáculos y minimizan sus fortalezas y reservas; no creen en la capacidad transformadora de la gente organizada; y desconfían de los jóvenes. Para andar conservadoramente por la vida, poniendo límites al empeño transformador de los demás, no es necesario ser una figura política, un súper empresario, o el dueño de un monopolio radiodifusor. Son perspectivas que puede asumir cualquier persona, incluidas algunas que se autodefinen y se comprometen con proyectos indudablemente revolucionarios.

A veces nos cuesta entender que toda sociedad en desarrollo resemantiza constantemente su vocabulario, a la par que renueva su arsenal de símbolos. En nuestro caso, eso incluye el significado de ser revolucionario. Pero cuando alguien te dice que ser revolucionario es preservar las conquistas de la Revolución, tú tienes que estar inconforme, porque lo que la Revolución ha dado a los cubanos de hoy ha sido conquistado a lo largo de medio siglo. Como proceso de transformación radical de las personas, las relaciones sociales y de la sociedad misma, la Revolución tiene que lograr nuevas conquistas, tiene que redefinir nuevas metas y tiene que construir nuevos símbolos.

Mi generación se nucleó en torno a un sistema de símbolos, algunos de los cuales a mi hijo le resultan ajenos o le dejan totalmente indiferente. Mi generación emblematizó vestuarios y coreó consignas que hoy han perdido parte de su poder movilizador. Mi generación cantó canciones que nos quemaban el pecho como una brasa, y que para mi hijo y sus amigos pueden resultar una especie de arqueología musical.

A mí me parece que si algo nos está fallando con la gente más joven, es que nosotros no siempre los exhortamos a ir más adelante y les decimos que la Revolución es conservar lo ya conquistado. Eso no es la Revolución, porque el día que nosotros nos conformemos con preservar lo conquistado, empezamos a perder la Revolución. Creo que nosotros no siempre somos conscientes de que esta Revolución -en un sentido dialéctico-, agotó parte de sus discursos, su lenguaje y sus símbolos. Todo eso tiene que ser permanentemente reelaborado, enriquecido; ¡revolucionariamente subvertido!, a tenor con los cambios que la propia sociedad va experimentando.

Con las mejores intenciones, a veces no logramos movilizar a las personas para hacer cosas sencillas en beneficio de todos. Yo sí creo que en este país vive gente mayoritariamente revolucionaria. Se demuestra cada vez que un ciclón amenaza pasar por La Habana. Porque no nos confundamos: en ningún otro país la gente hace lo que aquí: “oye ven para acá que si se te cae el techo…esta es tu casa”. Esa actitud altruista, solidaria, que por cotidiana a nosotros nos parece normal, muestra que hay en nuestra gente una fibra revolucionaria. También es cierto que hay gente desmotivada, hay gente desorientada porque no hemos redefinido lo suficiente cuáles son las metas de orden social que deben ser asumidas, y sobre todo concretadas, a nivel individual.
Somos conscientes de la trascendencia de nuestras políticas sociales y nuestros indicadores de mortalidad infantil, escolarización, acceso a la cultura y justicia social. Pero siempre debo preguntarme: a mí, revolucionaria cubana que vivo en la esquina de Tejas, ¿qué me toca hacer? Alguien me tiene que convocar, estimular a que yo identifique, entre un amplio abanico de posibilidades, mi aporte personal al empeño colectivo; algo que me incentive a luchar por alcanzar esas metas. Los que fueron jóvenes en los 60 lo tuvieron, los que fueron jóvenes en los 70, también; y nos duele que ahora haya jóvenes que solo tienen expectativas y propósitos de orden individual.
Ese consenso sobre cuáles son las nuevas metas de la Revolución debemos construirlo entre todos, pues bien se aprecia que nuestro proyecto revolucionario ha entrado en una fase de reconstrucción de consensos. Me atrevo a decir que la inmensa mayoría estamos de acuerdo en qué queremos, pero hay diferentes opiniones sobre cómo lograrlo. Eso no evidencia ningún trauma, sino que es parte del mecanismo de funcionamiento de una sociedad participativa como la nuestra. Sobre todo hay que dejar que los muchachos –yo, como tengo un hijo de 24 años a ustedes les digo muchachos-, hay que dejar que los muchachos se impliquen en la construcción de nuevos consensos.
A veces nos parece que los planteamientos que hacen son inmaduros, que son extremos, que están absolutizando. Y les decimos: “No compañero, usted no sabe historia de Cuba, porque usted no sabe que en tal etapa sucedió tal cosa”. Yo he observado que muchas veces los jóvenes sí lo saben, pero tienen otra interpretación. Ese tipo de debate se da hoy en cualquier familia cubana.

Por eso creo que el ser revolucionario es, ante todo, una condición; pero es una condición concientizada a escala individual y conceptualizada también de forma individual. En este país puede haber tantos conceptos de Revolución como personas dispuestas a que nuestra sociedad se mueva siempre hacia delante y no retroceda en lo que ha logrado. A algunos esa flexibilidad le puede parecer muy relativista, pero es lo que he observado a nivel popular. No creo que sea fácil poner de acuerdo a varias personas, con total exactitud, en qué significa ser revolucionario. ¡Ah!, yo creo que la gente sí pudiera estar de acuerdo en qué habría que hacer o qué actitud habría que asumir ante la vida para reconocerse revolucionario.

Hay muchachos que escriben canciones que horrorizan a la gente de mi generación; y ellos dicen que son revolucionarios. Ellos asumen que es su contribución a los cambios que la sociedad necesita. Que su manera de aportarle a este país es esa. Y una, si no está de acuerdo con ellos, tiene el derecho y el deber de discutirlo, pero utilizando también los códigos de comunicación y el universo simbólico de los jóvenes de hoy. No puedes creer que baste con hablarles de las luchas independentistas del siglo XIX, o decirles que este país fue otro después de la victoria de Girón. Algunos reaccionan como si les contaras historias lejanas, con las que no se sienten emocionalmente conectados.
Entonces, a mi me parece que si nuestras instituciones revolucionarias, nuestro sistema de educación, las organizaciones sociales y políticas promovieran este tipo de discusiones-porque ya se sabe que no podemos hacer un referéndum para llevar a votación el significado de un término-, lograríamos lo que aquí se está pidiendo…. que seamos capaces de hallar nuevos significados en las palabras, los conceptos, las representaciones sociales y los símbolos que nos han traído hasta aquí.

DAR CUANTO PUEDA MÁS

Israel Rojas

Cuando fui invitado por Elier Ramírez Cañedo a participar en el espacio “Dialogar, dialogar” que se efectúa en el Salón de Mayo del Pabellón Cuba, sede de la AHS, junto a el profesor de Filosofía Jorge Luis Acanda, el propio Elier y el bloguero Harold Cárdenas, en un tema como “Ser revolucionario hoy”, me pareció que había sido convocado a un espacio en el que no podría ser muy útil, teniendo en cuenta el calibre del panel. Accedí, no obstante, como quien necesita rezo de su propio credo. Más presto a escuchar y aprender que a alegar.

Pude no obstante expresar, porque así lo creo profundamente que ser revolucionario ayer, hoy y mañana, según entiendo será aquel capaz de sentir una eterna inconformidad con cuanto injusto, torcido, mediocre, incompleto, egoísta y enajenante campee sobre la tierra, haciendo algo en concreto para corregirlo o erradicarlo, tratando de no incurrir para ello en mayores despropósitos. Por supuesto que esto se dice fácil.
Mas atendiendo a que no todos los seres humanos serán revolucionarios, pero obviamente, todos los revolucionarios somos Homo-sapiens con toda la imperfección intrínseca de la especie creo que siempre habrá intermitencias en la intensidad de esa condición.
Las actitudes revolucionarias pueden darse por entusiasmo, por circunstancias, por conveniencias. Pero los revolucionarios por convicción son como las raíces de los árboles. No siempre se ven, pero son los verdaderos motores de la historia. Aunque les califique de convencidos, más bien andan en batalla interna entre las certezas, las dudas y las contradicciones; en análisis innato y perpetuo en busca de las mejores conclusiones posibles para resolver o acorralar anomalías sin importar el alcance de las mismas (familiares, sociales, nacionales o globales). Casi siempre abrazan las causas hasta las últimas consecuencias, con vientos a favor o en contra. Y aunque son los que más sufren, en el fondo son los más felices: tienen el privilegio de tener un incombustible sentido para sus vidas.
Si algo defiendo, es la capacidad de los hombres y la sociedad para renovarse. Así como creo en el mejoramiento humano porque lo he experimentado en mí mismo y en el desarrollo de mi propia familia que como la de muchos cubanos pasaron de abuelos iletrados a nietos universitarios.
Creo necesaria la renovación de algunas instituciones u organizaciones. “Sé desaparecer”, decía Martí y no era una frase suicida. ¿Sabrán desaparecer las organizaciones que ya cumplieron la labor para la que fueron creadas? No hablo de deshonrar lo que nos ha hecho fuertes. Hablo de refundar con herencia histórica. Hablo de armarnos de nuevas herramientas de convocatoria y participación. Hablo de crear sin miedo, de ir a la ofensiva y no esperar a que el enemigo mueva sus piezas para innovar a fuerza de contingencia.
A modo de ejemplo creo que la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR) pudo evolucionar a la UJC. Y a nadie caben dudas de que ambas fueron necesarias y acapararon el deseo y la voluntad de los mejores hijos de esta tierra. ¿Sucede lo mismo hoy con una UJC que al contar su historia casi esconde las fotos del 90 por ciento de sus primeros secretarios? Lo semántico y lo simbólico también son parte de la batalla. Puede servir la enseñanza del atleta que se retira a tiempo antes de destrozar su gloria y pasa a entrenar nuevos talentos prometedores.
Comparto a diario la vida con algunos compañeros a los que el término “Revolución” ya nada les dice. No faltan razones. Maltratado por el paso del tiempo, lastimado por inconsecuentes que invocaron ser y hacer lo que a la larga ni era cierto, ni era útil. O en su defecto atestiguar la caída de buenos por algún traspié, sin opción de renacimiento. Desgastado por más de veinte años de ver a partidarios de a pie padecer desdichas en el plano económico. ¿Quién no fue testigo de algo así en la Cuba nuestra? No es casual que un revolucionario lúcido, ético e imperfectamente humano (por lo que más admirable), como Silvio Rodríguez, llame a su espacio digital Segunda Cita: Blog en evolución. Silvio, comunicador medular, toma una ligera distancia del termino Revolución, como estrategia circunstancial para defender lo que lo hermana con Martí.

Estos compañeros de los que les hablo prefieren autoproclamarse cívicos, “amigo de los amigos”, ciudadanos del mundo, decentes. A veces creo que no ven que la suma de estas categorías son consustanciales al revolucionario.
Sin embargo, cuando una fétida afrenta hace aparición, les he visto saltar por el resorte de su propia sensibilidad. No es la apatía y el egoísmo la norma. Entonces cavilo que sin dudas no se llegó a construir al hombre nuevo, pero poseemos profundos síntomas. Algo se ha logrado en materia de generar un imaginario popular que define lo justo, lo bueno, lo noble con lo esencialmente socialista.
Por eso, asistí a este encuentro para empaparme de la teoría más alta y salir a ejercitarla, a fecundar hechos que me califiquen como lo que creo ser. A actuar como tal en cada plano de la vida privada y pública. Cumplir con lo que me toca. Luego dar cuanto pueda más. Esa es la única manera que conozco de ser revolucionario. Todo lo demás me parece una aberración del término.

Qué es ser revolucionario en Cuba hoy

Por: Raúl Antonio Capote

«La Revolución es un niño que persigue a una mariposa,
no importa si la atrapa… en el intento se yergue el humano
y apunta al infinito» (J.C. Mariategui)

¿Cómo será esa sociedad futura con la que sueñan los revolucionarios de todos los tiempos profesor? Preguntaba un estudiante de Pre Universitario. El debate pintaba álgido, como es común en los encuentros con muchachos de esa edad en Cuba.
Ese día había comenzado el conversatorio con el tema del libro Enemigo, “La guerra de la CIA contra la juventud Cubana” y poco a poco tomó otros senderos. Los muchachos preguntaban a ráfagas, inquietos, sin cortapisas, el auditorio vibraba.
El estudiante de la pregunta esperaba respuesta y una decenas de manos se alzaban, la interrogante me daba la oportunidad de soñar en vivo, eso les dije, vamos a soñar en vivo, vamos a visualizar ese mundo futuro sin explotadores ni explotados, una sociedad donde el hombre establezca relaciones basadas en el amor con sus semejantes y con el medio, con la naturaleza, donde la principal ocupación del ser humano- como dijo Carlos Marx- sea la vida y no la producción de los medios de vida, una sociedad verdaderamente libre, desenajenada, donde el hombre esté libre de la pobreza material y espiritual. Donde la vida sea una aventura llena de dicha y esperanza.
Los muchachos escuchaban en silencio, una chica alzó de pronto su brazo, no esperó que le dieran la palabra y preguntó:
Profe si esa sociedad es tan hermosa ¿Por qué no la construimos y ya, por qué no la hacemos, por qué hay gente que se opone a ella? Y una decena de por qué lanzados al hilo, apasionadamente, sin pausa. Sus ojos brillaban, su pecho latía acelerado, podía sentir la tensión. ¿Por qué hay pobres que se oponen a la revolución? ¿Por qué hay pobres que votan contra Chávez en Venezuela? ¿Por qué hay personas en Cuba que añoran el capitalismo?
No es nada fácil, dije, debemos dar batalla en el alma de los hombres, la dominación vive en el alma y es allí donde se necesita una verdadera revolución, una sanación que cure al ser humano de lastres bien pesados, de esos mecanismos sembrados en el subconsciente durante siglos.
Es imprescindible comprender el alma de los hombres porque es allí donde se gana la batalla por la construcción de esa sociedad futura, olvidar eso ha costado caro, el hombre no es un simple componente de una clase social, no es un tornillo, no es una arandela.
Hay que conocer las necesidades de la condición humana, no basta con satisfacer las necesidades materiales, no basta con eso, el hombre trascendió la condición de animal y se hizo lo que es hoy. La única forma en que podemos lograr que establezca nuevas relaciones que no se basen en el egoísmo, que sobrepasen la mera satisfacción personal por encima de la colectividad, no puede ser el binomio sumisión-poder, es respetando esa individualidad, es mediante el amor.
Todos los grandes revolucionarios de la historia han predicado el amor, el amor ha estado en el centro de sus luchas desde Cristo hasta el Ché. Fidel hizo del amor el centro de su acción revolucionaria, el internacionalismo, esos hombres y mujeres capaces de dejar atrás familia, comodidades, vida privada, para ir a selvas, desiertos, montañas y pantanos insalubres, en cualquier lugar del mundo, a socorrer, a salvar, a sanar, a enseñar, a entregar la vida por la libertad de otros hombres, sin mediar otra cosa que la solidaridad, que la satisfacción de servir a los demás eso solo se puede hacer desde una práctica revolucionaria basada en el amor.
José Martí en el prólogo Cuentos de hoy y mañana de Rafael Castro Palomino, escribió ¿Quién no ha sentido, una vez al menos en la vida, el beso del Apóstol en la frente y en la mano la espada de batalla? ¿Quién no se ha levantado impetuoso, y retrocedido con desmayo, de ver cuanta barrera cierra el paso a los que sin más caudal que una estrella en la frente y un himno en los labios, quieren lanzarse a encender el amor y a pregonar la redención por toda la tierra?
Lanzarse a encender el amor, de eso se trata, lanzarse con la estrella en la frente y el himno de la redención en los labios a liberar al hombre de sus ataduras, de su prisión, librarlo de las cadenas.
El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor les cité al Ché
Pero ella volvía a la carga con sus por qué, ahora con el apoyo de un gran círculo que la rodeaba y apoyaba sus preguntas:
Si, es verdad, pero no entiendo por qué la gente, como le ponía el ejemplo, vota en contra de medidas que le benefician, vota en contra de gobiernos que les representan y que hacen tantas cosas buenas, basadas en esa prédica de amor que usted bien señala.
El coro que le rodea más que pedir exige respuesta, trato de darla de manera que se me entienda y que toque los corazones de los estudiantes.
Por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza, y por el vicio se nos ha degradado más bien que por la superstición. La esclavitud es hija de las tinieblas, pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción Eso dijo un gran hombre, un gran Latinoamericano Simón Bolívar.
Sobre el ser humano pesan siglos de engaño, engaño que con la llegada de los medios masivos de comunicación y las nuevas tecnologías de la información y de las comunicaciones ha tomado caracteres verdaderamente apabullantes. En un mundo de cultura intencionalmente banalizada, donde son demonizadas hasta la insensatez, revoluciones como la cubana, proyectos como el venezolano, figuras como las de Fidel y Chávez, donde Lenin y la Revolución Bolchevique que lideró, son sepultados bajo montañas de lodo, donde se vende la imagen de un modelo de capitalismo, el de los EEUU, como ideal de sociedad humano.
Es una lucha difícil, es una batalla de ideas, es una guerra que está ocurriendo en la mente de los hombres, ese enemigo está dentro y fuera de nosotros., como les decía minutos antes, es una lucha para sanar el alma.
Volvamos a Carlos Marx “Las ideas de las clases dominantes son en cada época las ideas dominantes, es decir que la clase que tiene el poder material dominante en la sociedad tiene también el poder ideológico dominante. La clase que dispone de los medios de producción materiales dispone al mismo tiempo de los medios de producción ideológicos, de tal modo que las ideas de aquellos que carecen de los medios de producción están sometidas a la clase dominante. Las ideas dominantes no son sino la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, son esas mismas relaciones materiales bajo la forma de ideas, o sea la expresión de las relaciones que hacen de una clase la clase dominante; en otras palabras, son las ideas de su dominación”.
Entendemos entonces, que el principal obstáculo que se opone a la liberación es el dominio ideológico, que se expresa como un carácter, como una conducta, que impide que los desposeídos tomen conciencia y se conviertan en transformadores, en revolucionarios.
No es con los misiles, no es con ejércitos, no es con fuerzas policiales solamente con lo que garantizan el dominio, las defensas del capital están en el inconsciente de los individuos y son más poderosas que el arma más moderna desarrollada por la complejo militar industrial, hacen que los dominados actúen en contra de sus intereses y defiendan gobiernos que les avasallan.
Es lo que hace que personas liberadas por una revolución, desdeñen el modo de vida digno en que se mueven y añoren la esclavitud. Es difícil liberarse del sueño narcótico del consumo y del individualismo atroz.
Inspirado en el debate del día les escribí a los estudiantes lo siguiente:
Ser revolucionario, desde que la burguesía apoyada en las grandes masas de campesinos y desposeídos de las ciudades y pueblos tomó el poder, convirtiéndose en clase explotadora de esas mismas masas, a las que esclavizó de una forma más férrea, a las que ató con cadenas más sólidas, ser revolucionario es en primer lugar ser anticapitalista.

No existen diferencias de principios entre las distintas generaciones de revolucionarios, quizás algún matiz superficial nos distinga, pero nada profundo, nada decisivo nos separa.

En un conversatorio que sostuvimos recientemente con un grupo de profesores universitarios, una colega muy joven planteó que a ella no le agradaba la palabra socialismo, ante la respuesta exaltada de algunos de los presentes, pedí calma y le dije a la muchacha, mira yo te voy decir cuál es el mundo en el que quiero que vivan mis hijos y nietos, si no estás de acuerdo con alguna de las cosas que voy a enumerar, lo dices con claridad y comencé: quiero un mundo en que todos los seres humanos tengan igualdad de posibilidades, quiero un mundo donde impere la justicia, la libertad, un mundo donde se proteja la naturaleza, no se discrimine a los seres humanos por su raza, género, orientación sexual, donde el egoísmo no sea el motor que mueva a los hombres y mujeres sino la solidaridad, quiero un mundo donde conquistar el máximo de felicidad posible para todos, sea el objetivo central del trabajo, donde los hombres laboren con el placer de creadores y no de esclavos, un mundo sin hambre, sin analfabetismo, quiero un mundo que su ley primera sea el culto a la dignidad plena del hombre.
Vale la pena resaltar, le agregué, que la lucha de los revolucionarios es por modificar las condiciones de producción que hacen del trabajador un ser enajenado, un infeliz. En otras palabras, la lucha del revolucionario es la lucha por la felicidad humana.
La muchacha dijo estar de acuerdo con todo, le dije bueno mira para nosotros eso se llama socialismo, llámalo tu como desees, pero así se llama y te digo más los revolucionarios no solo soñamos ese mundo sino que luchamos por él, lo construimos y defendemos incluso al precio de la vida si es necesario.
Soñamos un mundo sin clases sociales, donde el estado se extinga un día por innecesario, una vez que ese mundo posible sea construido, los revolucionarios de todas las generaciones llamamos a ese sol del mundo moral, material y espiritual al que llegaremos un día, si antes el capitalismo no extermina al planeta, comunismo.
En la sociedad capitalista el hombre vive una ilusión de libertad, una enajenación que lo hace cada vez más solitario. Entre mercancías, que eso es el hombre del capitalismo, no puede haber solidaridad, todo está basado en el egoísmo producto de la defensa de los intereses individuales.
La soledad de un hombre aplastado por la maquinaria productiva y de comercio es el signo del capitalismo, es el ser humano enajenado sometido a una violenta maquinaria propagandística, asediado día y noche, rodeado de cantos de sirena, manipulado y compulsado a comprar, comprar y comprar, cosas a las que muchas veces no puede acceder, objetos que además no necesita para nada. La situación del hombre en el capitalismo subdesarrollado depreciado su valor mercantil a cero, es aún peor.
El miedo natural del hombre a aventurarse en el mundo desconocido de la libertad, es explotado sagazmente por el capitalismo, el hombre que descubre su conciencia tiene ante la libertad dos caminos, renunciar a su yo a cambio de la tranquilidad del útero protector o emprender el camino de lo desconocido y defender su derecho a crecer. O regresar al sosiego perdido, pagando como precio su individualidad y establecer relaciones basadas en el egoísmo con los demás o se declara libre y se arriesga a cambiar el mundo y construir relaciones basadas en el amor.
Los revolucionarios soñamos, pero no vivimos en las nubes, soñamos pero construimos, dijo Carlos Marx “sea la vida y no la producción de los medios de vida. Cuando el hombre haya construido una forma racional, desenajenada de sociedad, tendrá la oportunidad de comenzar lo que es el fin de la vida: El despliegue de las fuerzas humanas que se considera como el fin en sí, el verdadero reino de la libertad. Es decir una sociedad donde el hombre esté libre de la pobreza material, de la pobreza espiritual”.
Ser revolucionarios en la Cuba de hoy es creer en ese mundo futuro, esa sociedad superior, es creer que lo imposible se hace posible, cabalgando sobre el sueño, haciéndolo realidad día a día, poniendo ladrillo a ladrillo, beso a beso, sudor a sudor en ese camino a utopía, que para los no revolucionarios es quimera, absurda ilusión irrealizable.
“La humanidad no persigue nunca quimeras insensatas ni inalcanzables; la humanidad corre tras de aquellos ideales cuya realización presiente cercana, presiente madura y presiente posible. Con la humanidad acontece lo mismo que con el individuo. El individuo no anhela nunca una cosa absolutamente imposible. Anhela siempre una cosa relativamente posible, una cosa relativamente alcanzable. Un hombre de una aldea, a menos que se trate de un loco, no sueña jamás con el amor de una princesa ni de una multimillonaria lejana y desconocida, sueña en cambio con el amor de la muchacha aldeana a quien él puede conseguir. Al niño que sigue a la mariposa puede ocurrirle que no la aprese, que no la coja jamás; pero para que corra tras de ella es indispensable que la crea o que la sienta relativamente a su alcance. Si la mariposa va muy lejos, si su vuelo es muy rápido, el niño renuncia a su imposible conquista. La misma es la actitud de la humanidad ante el ideal. Un ideal caprichoso, una utopía imposible, por bellos que sean, no conmueven nunca a las muchedumbres. Las muchedumbres se emocionan y se apasionan ante aquella teoría que constituye una meta probable; ante aquella doctrina que se basa en la posibilidad; ante aquella doctrina que no es sino la revelación de una nueva realidad en marcha, de una nueva realidad en camino”. Bello texto de Mariátegui.
Los revolucionarios debemos apasionar, conmover, hacer participes a todos, revelar esa nueva realidad en marcha, enseñar nuestra doctrina, basada en la posibilidad, en la ciencia y en el amor a la vida, a los seres humanos, a la naturaleza. Esa doctrina de fe en el hombre, de amor profundo, de entrega y solidaridad.
Solo hombres y mujeres armados de grandes dosis de amor y de confianza en los seres humanos podrán construir ese mundo.
Hay quienes dicen «Bueno soy revolucionario, pero…» Se es o no se es, no hay peros, quien comulga con el capitalismo, quien alaba y celebra ciegamente sus “éxitos”, quien lo propone como solución a los problemas de la humanidad, problemas que son, la mayor parte, producto de su existencia misma, no es revolucionario y no estoy negando las leyes de la dialéctica, porque si negara el desarrollo estaría negando lo que soy y lo que creo. Nadie dijo que se trataba de borrón y cuenta nueva, estamos en el camino que escogimos y defendemos, el socialismo con sus cargas de lo pasado y su génesis de futuro.
Creo que sería oportuno y más que oportuno necesario, regresar a los clásicos, a los textos originales de Marx y de Engels, no a los manuales retóricos y dogmáticos del estalinismo, no a los textos tergiversados o manipulados con fines obscuros, que nada tienen que ver con el sueño de construir un mundo mejor. Se hace necesario estudiar el pensamiento marxista latinoamericano, el pensamiento político de los grandes humanistas y revolucionarios de nuestra gran patria grande y del mundo, nutrirnos de las ideas más avanzadas de hoy, de la ciencia, de la economía, de la política, de la sociedad.
Para los cubanos de hoy no se puede ser revolucionario y no ser comunista, ese es el credo que defiendo. Si alguien me llama estalinista se equivoca, porque nada tiene que ver con mis ideas, soy leninista, marxista, martiano y fidelista; en fin un revolucionario cubano, pero si me piden que no sea necio y que acepte los “aires nuevos”, les advierto que tengo un buen olfato para identificar los viejos malos olores del sistema que haremos caer por fuerza de ley del desarrollo y por el combate revolucionario.

“El verdadero revolucionario es el eterno descontento”

Elier Ramírez Cañedo

(Este concepto de revolucionario lo encontré durante una de mis investigaciones históricas. Raramente no tome el dato de la fuente. Creo lo hallé en la prensa cubana de los años 70 y que es de Fidel. Pero no puedo asegurarlo. Quizás algún lector de este blog me ayude a aclararlo. De cuaquier modo me identifico mucho con esta idea de lo que debe ser un revolucionario y quería compartirla con ustedes)

“El verdadero revolucionario es el eterno descontento, el inconforme que siempre quiere lograr lo mejor, que se desespera con los errores, con las limitaciones objetivas y subjetivas, que no soslaya ni trata de ocultar los errores y problemas, sino que los enfrenta resueltamente. El verdadero revolucionario es el más insatisfecho de los ciudadanos, pero es también el que ante esa insatisfacción, no adopta la postura fácil y cobarde de abandonar la lucha, de dedicarse a tener satisfacciones personales y temporeras”.

Acerca de Dialogar, dialogar

Historiador, investigador, papá de María Fernanda y Alejandra
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4 respuestas a ¿Que significa ser revolucionario en la Cuba de hoy? (Dossier completo)

  1. Reblogueó esto en GentedelBarrioy comentado:
    Hola Gente!!! En este post publicado en un blog de la AHS, varias personas definen desde sus puntos de vista y percepción qué es ser revolucionario. Para nosotros, la GentedelBarrio, ser revolucionario es, además de una condición, es ser cubano y defender a toda costa, no a todo costo, la Revolución cubana y sus conquistas, desde el comvencimiento, el diálogo y por qué no, desde refutar todo lo que intencionalmente se haga para destruir a nuestro país. Le sugerimos leer el artículo completo y afiliarse a cualquiera de estas definiciones o crear la suya.

  2. Pingback: Ser revolucionario en Cuba, hoy. Por Enrique Ubieta Gómez | La pupila insomne

  3. Reblogueó esto en Visión desde Cubay comentado:
    Muchos se debaten hoy entre asumir como propio el calificativo de «revolucionario» o tratar de parecer y que el tiempo los coloque, al final, donde más les cuadre, pensando más en el bolsillo que en el corazón y las ideas. Yo tengo bien clara la manera en que debo serlo y no será nunca haciendo daño al proceso que nos debe conducir, por caminos llenos de espinas, hacia el país que nos merecemos.
    Les dejo con varias visiones sobre lo que es «ser revolucionario hoy»…

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